martes, 8 de diciembre de 2009

De las Obligaciones

No creo ser la única estudiante de Derecho, que haya sufrido con el afamado cursito titulado con sencillez como “Obligaciones” y su más terrorífica secuela “Fuentes de las Obligaciones I y II”.

Son estos ejemplares jurídico-estudiantiles, los que nos hacen lo que somos: leguleyos memoriones y entrenados para clasificar, analizar y detectar cualquier tipo de vínculo contractual en las conversaciones ajenas.

Así tal, como los estudiantes de psicología se vuelven expertos analistas de personalidades perversas observando las características de sus amigos en las fiestas, los estudiantes de derecho se esfuerzan por tratar de encasillar los problemas en “obligaciones”.

Mis queridos, todos hemos caído en la tentación (o hemos querido caer en la tentación si es que no somos muy ávidos en las ciencias jurídicas) ya sea para repasar la materia o para solucionar un embrollo de papeles y promesas lloronas a algún familiar desesperado.

Pero más allá del dolor de muelas que provoca tan complejo ramo quisiera tratar de entender un poco el asunto de las acepciones de “obligarse a…”

Usualmente pensamos que somos seres libres, que no queremos amarrarnos, que no nos gusta comprometernos en asuntos tanto engorrosos como leves, pero usualmente caemos en la “obligación” de tener que cerrar el pico, poner cara de aceptación (a regañadientes), una sonrisa ligera y salir adelante mierda con la “diligencia”.

Pero estamos acostumbrados y nos damos cuenta que nuestro entorno cotidiano está cargado de obligaciones.

A veces este “deber” nos cae por:

1. Compromiso moral. Ej.: muerte de algún familiar lejano.

2. Error de cálculo. Ej.: estacionarse mal y chocar el auto del vecino.

    3. Trabajo. Ej.: necesito dinero.

4. Aceptación social. Ej.: “no te preocupes mi amor, iré yo”

    5. Evitar ulteriores consecuencias perniciosas. La más poderosa de las razones y en la que recaen todas las anteriores numeraciones.

Mis queridos, ¿a quién de nosotros nos gustaría faltar los lunes a la oficina, no tener que ir a visitar a aquel familiar de la pareja que nos pone en situaciones incómodas, o no ir a votar el día de las elecciones por el calor y las filas?

Las obligaciones de la vida nos llegan, porque las buscamos, aunque no las queremos, las elegimos, mascamos y tragamos con tanta normalidad y aceptando con hermosa ignorancia, conformismo, el peso de ser un ciudadano más, bajo el orden público social.

Parafraseando al gran Sartrè, somos seres obligados a la libertad. Obligados a elegir y en esa obligación perdemos y ganamos. Estamos condenados. Necesitamos obligarnos. Necesitamos levantarnos y saber “¿Qué haré hoy?” ,“¿Mañana?” y para los más aventureros y atrevidos “¿Qué haré con mi futuro’”.

Nos obligamos por adelantado, con crédito, a plazo, con condiciones e incluso considerando los casos fortuitos.

Nos obligamos a ser buenos: como padres, hijos, amigos, trabajadores, estudiantes y seres humanos.

E incluso obligamos a otros exigiendo fidelidad, pensiones, manutención, amor, atención y esfuerzos.

Somos seres obligotrónicos, obligárquicos, obligansiosos, intrinsecobligados, ingobligados y obligosos.

Ansiamos un mundo sin ataduras, pero aún así, nos estamos obligando a soñar en ello, a hacer algo con ello, a cambiar, nos obligamos.

En conclusión, no es malo obligarse, es algo humano, innato, natural y espontáneo.

Lo complicado es, saber qué hacer y tratar de encontrar la manera de que no nos duela tanto y encontrar aquella obligación que al final del camino nos cobre una sonrisa, nos entregue alegría y terminemos el contrato con la vida tan pacífica como deseamos en el mundo con el que tanto nos amarramos.